La mina del Pilar de Jaravía, una pequeña aldea de Pulpí (Almería), donde se descubrió el 5 de diciembre de 1999 una de las geodas más gigantescas y singulares del mundo.
Cuando la explotación se cerró definitivamente en la década de los años setenta nadie pensó que su mejor filón seguía dentro, escondido a más de 30 metros de profundidad desde hacía varios millones de años: una cavidad de siderita tapizada por enormes cristales de yeso de una pureza tal que permiten adivinar en su interior gotas de agua apresadas hace una eternidad.
Acceder hasta la geoda entraña algunos riesgos por el abandono de la mina. Los pilares utilizados para entibar las galerías hacen las delicias de la polilla, pero representan un peligro real de desmoronamiento para las personas a lo largo de los 400 metros por los que discurre la galería que conduce hasta la cavidad. La entrada de arena ha elevado el primitivo nivel del túnel y obliga a recorrer encorvado buena parte del trayecto, durante el que se pueden apreciar antiguos pozos, galerías secundarias y cavidades horadadas por la actividad minera que recuerdan vagamente el interior de templos. En algunos tramos el nivel asciende tanto que es necesario gatear para seguir avanzando, pero el descenso no reviste especial complejidad para los profanos en espeleología.
Durante el recorrido se aprecian algunos restos de cristales de yeso que tal vez pertenecieron a otras geodas deshechas durante el avance minero, dolomías y filitas blandas. 'Son las rocas más deleznables de la mina', explica el ingeniero Slobodan Petrovic. El murciélago gigante que anuncia Manuel Guerrero, uno de los colaboradores del estudio sobre la geoda de la Universidad de Almería, no hizo acto de presencia durante la ruta. Guerrero, movido por su afán conservacionista, fue también el mineralogista que notificó el descubrimiento de la geoda al investigador José María Calaforra y a las administraciones públicas para zanjar el runrún que recorría círculos de coleccionistas desde que se descubrió a finales de 1999. Habla de ella casi emocionado: 'No tiene parangón, es una virguería de la naturaleza, los cristales poseen un tamaño anormal y sin impurezas'.
El acceso al interior de la geoda es, tal vez, lo más complicado de todo el trayecto por su forma de embudo, que se estrecha a la entrada y obliga a contorsiones y maniobras delicadas para eludir los picos puntiagudos de los cristales. Para evitar daños sobre el yeso se accede descalzo, pero su sensibilidad es tal que la permanencia humana en el interior altera las variables de la cámara rápidamente. El geólogo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Javier García-Guinea, comprobó durante una exploración que la humedad inicial del 65% se incrementaba hasta el 90% cuando los cinco integrantes del equipo científico se concentraban en la cámara.
El interior de la geoda, que se encuentra en una cavidad que ocupa unos ocho metros de longitud por 1,7 de ancho y 1,8 de alto, es fascinante. Una sucesión de cristales traslúcidos afloran de las paredes, suelo y techo de la siderita. Alguno llega a medir dos metros. La transparencia del yeso es tal que permite adivinar las letras de un cuaderno de notas colocado al otro extremo de los cristales. Da la sensación de estar en el interior de un congelador repleto de gigantescos y picudos pedruscos de hielo. El interior de la geoda es como un periódico de hace millones de años donde se pueden leer fragmentos de noticias geológicas, pero también muestra alguna página reciente sobre atentados al patrimonio natural, como las huellas de un taladro utilizado para arrancar en un santiamén parte de un cristal que tardó una eternidad en gestarse o el hueco sobre la siderita que ocupó otro. 'Para extraer un cristal es necesario destrozar muchos otros', señala José María Calaforra. Su equipo investigador retiró más de 30 bolsas con restos hallados en el interior de la geoda, lo que prueba la frenética actividad registrada antes de que se clausurara la bocamina con una puerta antivandálica y la alcaldesa de Pulpí, María Dolores Muñoz, ordenase el precinto varios meses después de que Efrén Cuesta se quedara boquiabierto al descubrir casualmente el conjunto geológico durante el estudio de la mina que estaban realizando integrantes del Grupo Mineralogista de Madrid el 5 diciembre de 1999.