La erupción del volcán Laki en 1783 no sólo provocó
miles de víctimas en Islandia, sino que alteró el equilibrio climático
en todo el continente europeo durante largos meses
Por Armando Alberola. Universidad de Alicante, Historia NG nº 141
El 8 de junio de 1783 se produjo una de las mayores erupciones
volcánicas que se han registrado en la historia. Tuvo lugar en Islandia,
en el sistema volcánico de Grimsvötn, en la fisura del Laki. La
actividad del volcán no cesaría hasta febrero de 1784 y sus efectos,
según las fuentes de la época, fueron terribles, en consonancia con el
valor 6 del Índice Volcánico de Explosividad que le atribuyen los
expertos. Una amplia zona de la costa suroriental de Islandia quedó
arrasada por las efusiones basálticas mientras que en el cielo de la
isla se instalaba una densa capa de gases nocivos y polvo que, en muy
poco tiempo, acabó con la vida de la cuarta parte de la población y con
la casi totalidad de las cabezas de ganado existentes.
Una crónica fechada en Copenhague en septiembre del mismo año, y publicada un mes más tarde en
La Gaceta de Madrid,
describía el padecimiento de la gente y alguno de los terribles efectos
provocados por la lava. La consternación y el miedo invadían a los
islandeses quienes, además de ignorar el alcance real del desastre,
veían su país cubierto por «las más horrendas tinieblas», producto de
los «vapores de azufre, salitre, arena y ceniza» lanzados por el volcán.
El sol únicamente era perceptible durante el orto y el ocaso como «un
gran volumen de fuego metido entre vapores densísimos». Además, en los
años posteriores una terrible hambruna castigaría a los supervivientes
del desastre.
Sin duda, los islandeses fueron las grandes víctimas,
pero el impacto de la erupción fue mucho más allá. Empujada por los
vientos provocados por las altas presiones situadas en Islandia, la
espesa nube tóxica fue desplazándose en dirección sureste. A mediados de
junio llegó a Noruega y Bohemia, el 18 de ese mes cubrió Berlín, el 20
alcanzó París, dos días después El Havre y el 23 hacía acto de presencia
en las costas de Gran Bretaña, impregnando el cielo de un polvo
sulfuroso. Un sofocante calor se adueñó de la atmósfera y los
londinenses tuvieron la percepción de no haber conocido nunca un estío
de tal naturaleza. El verano fue anormalmente caluroso en buena parte
del continente europeo aunque, de inmediato, irrumpieron violentos
aguaceros y granizadas que hicieron descender las temperaturas. El otoño
fue más fresco y húmedo de lo normal y el invierno siguiente, muy frío.
Las cosechas se perdieron, dando paso a la carestía, el hambre, la
enfermedad y la crisis. Las muertes fueron cuantiosas.
Las gamas del sol
Una
niebla densa y persistente, imposible de atravesar por los rayos del
sol, se adueñó de los cielos europeos. El aspecto del disco solar,
cambiante según transcurría el día, añadía más confusión a lo que las
gentes calificaban como «fenómeno increíble
y portentoso» para el que
no tenían explicación. Desde Inglaterra se hacía notar que el sol
adquiría a mediodía un color blanquecino como el de una «luna nublada»
que, sin embargo, despedía un tremendo calor que llegaba a pudrir la
carne de un día para otro. Desde otros lugares se informaba de que,
conforme avanzaba la tarde, las tonalidades iban variando, adquiriendo
un colorido ferruginoso que, a la postre, se tornaba rojizo y provocaba
un temor supersticioso que sobrecogía los espíritus.
La Gaceta de Madrid
explicaba que este cambio de color «era suficiente para que el pueblo
se asustase; y en efecto la consternación fue general en las gentes poco
instruidas […] vive el pueblo en el mayor conflicto, recelando grandes
males».
Como se advierte por esta cita, en España también se
percibieron los efectos de la explosión. El noble catalán Rafael de Amat
y Cortada, barón de Maldá, dejó constancia en el verano de 1783 de la
sequía imperante en tierras catalanas, de los tremendos calores
estivales y de la presencia de una niebla tan espesa que impedía
contemplar el resplandor del sol.
A fray José de Rocafort, un
religioso castellonense, le llamó igualmente la atención la «especie de
niebla seca, que oscurecía el sol de tal modo que iluminaba muy poco».
La Gaceta de Madrid,
por su parte, se hacía eco a mediados de agosto de 1783 de las
anomalías observadas en los cielos de Alemania, Dinamarca, Francia e
Italia en la primera quincena de julio. Se refería asimismo a la
existencia de «una especie de niebla o vapor muy denso» que debilitaba
la luminosidad de los rayos del sol y permitía mirarlo «sin que dañase
la vista». Señalaba también que esas brumas espesas, en lugar de
«humedecer los campos», secaban «la hierba de los prados y las hojas de
los árboles», y destacaba el «excesivo calor» que se padecía y la
incapacidad de los vientos para «disipar los vapores».
Temores supersticiosos
El
estallido del Laki trastornó la dinámica atmosférica durante el año
1783, hasta el punto de que los contemporáneos interpretaron que se
estaban operando cambios de origen desconocido y consecuencias
terribles. En este sentido, los diarios y gacetas del momento recogieron
en sus páginas infinidad de sucesos acaecidos durante 1783 y 1784 que
consideraban como indicios «de un trastorno en la naturaleza». Entre
ellos se encontraban los terremotos de Calabria y Sicilia (Reino de
Nápoles), Volhinia (Polonia), Oporto y Braga (Portugal) y Provenza
(Francia); los intensos vendavales que se abatieron sobre el mar
Adriático, el amago de erupción del monte Vesubio o las gravísimas
inundaciones en las regiones francesas de Auvernia y Limousin así como
en buena parte de Alemania, especialmente en la región del Bajo Rin,
consecuencia de intensísimas precipitaciones y del deshielo de la nieve
acumulada en las cumbres de las montañas.
Clima trastornado
Las consecuencias de la erupción no cesaron
cuando se disipó la nube. Tras los excesivos calores del verano de
1783, la temperatura media en el hemisferio norte descendió bruscamente
cerca de 3 ºC, circunstancia que provocó la reducción de la diferencia
térmica existente entre Eurasia y África y los océanos Índico y
Atlántico, limitando la capacidad de los monzones para generar sus
conocidas lluvias que alimentan los cursos fluviales. En el norte de
África la temperatura se incrementó 2 ºC
y la falta de
precipitaciones hizo que el Nilo no experimentara sus usuales y
generosas crecidas, haciendo inviable la siembra ante la ausencia del
riego necesario. Al año siguiente sucedió lo mismo, y la pérdida de dos
cosechas derivó en una terrible crisis que diezmó a la población
egipcia, tal y como escribió el viajero francés Constantin Volney.
Recientes
estudios han demostrado que, tras la erupción, las temperaturas medias
de Barcelona aumentaron durante los siguientes cinco veranos y no
experimentaron variaciones apreciables durante la primavera y el otoño,
mientras que los inviernos tuvieron algunos meses muy fríos.
Estas
alteraciones climáticas, advertidas y padecidas por los contemporáneos,
fueron reseñadas y comentadas por los diarios europeos; pero nadie llegó
a relacionarlas con la erupción del Laki salvo el político y científico
Benjamín Franklin, quien, en una conferencia pronunciada el 2 de
diciembre de 1784 ante los miembros de la
Literary and Philosophical Society de Manchester bajo el título de
Imaginaciones y conjeturas meteorológicas,
puso de manifiesto que era la tenaz y seca niebla procedente de
Islandia que cubría los cielos de Europa la que impedía que penetraran
los rayos del sol y causaba el comportamiento anómalo del clima. Los
estudios actuales han confirmado que Franklin tenía razón.
Para saber más
Los cambios climáticos. La pequeña Edad del Hielo en España. Armando Alberola. Cátedra, 2014.
La campana de Islandia. Halldor Laxness. RBA, Barcelona, 2011.