Hay dos planetas del Sistema Solar bien situados para albergar vida. Uno es Marte, por lo que sabemos, un desierto yermo. El otro, la Tierra. Una diferencia fundamental entre los dos mundos se encuentra en su núcleo. Bajo nuestros pies, a 3.000 kilómetros de profundidad, una bola de hierro y níquel funciona como una dinamo que genera una barrera magnética alrededor de nuestro planeta. Ese escudo desvía las partículas de radiación espacial que aniquilarían en poco tiempo a la mayoría de los seres vivos. Esa radiación es la que hace de Marte un entorno tan hostil. Aquel planeta también contó con un núcleo de hierro, pero lo perdió en los primeros millones de años de su historia.
Esa parte de nuestro planeta, tan importante para nosotros, es, al menos por ahora, inaccesible. Es imposible llegar hasta esa bola sólida de 1.200 kilómetros y conocerla requiere métodos indirectos. Así se sabe que el 85% de su masa está compuesta por hierro, que se complementa con un 10% de niquel. El 5% restante es aún un misterio.